martes, 25 de noviembre de 2014

La disciplina de la imaginación


La imaginación con tan solo escuchar esa palabra nos transportamos unos años atrás de nuestras vidas, a esa época donde la niñez regia nuestras vidas y es que es ese momento donde la imaginación está en su máximo esplendor, donde viajar entre mundos sin movernos de nuestro hogar suele ser la rutina más extraordinaria pero no podemos abordar el tema de la imaginación sin saber hasta donde llega que es lo que cambia en las vidas lo que a veces llega a construir, pues la imaginación da un paso importante a la literatura.
Esta es una consecuencia del instinto de la imaginación, que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele ir atrofiándose, como todo órgano que se deja de usar. De mayores nuestra imaginación se mueve con tanta torpeza como nuestra mano izquierda, y ya no sabemos recordar que hubo un tiempo en que el juego y la fábula eran en nosotros no una manera desmañada de huir de la realidad cuando tenemos tiempo o ganas o cuando nos dejan, sino la forma soberana del conocimiento. Mediante el juego aprendíamos las normas y las leyes del mundo, igual que los griegos del tiempo de Hesíodo se familiarizaban con ellas mediante la poesía. Nuestra imaginación se apoderaba de las cosas, transmutando su realidad sostenible en una apariencia maleable que obedecía a nuestros deseos. Lo que para los mayores era siempre un desván o un jardín también era desván y jardín para nosotros, pero teníamos la potestad de convertirlos en gruta y en selva. Nuestro padre, que según luego descubrimos con cierta decepción es un hombre común, entonces era un héroe o un gigante bondadoso o temible. El tiempo, ahora tan fugitivo, tan cuadriculado en horas y minutos, era tan vasto entonces como el tamaño que tienen en el recuerdo las habitaciones del pasado.
No podemos avanzar  mucho en la reflexión sobre el lugar de la literatura y de la palabra escrita en la enseñanza si no se revisa la absurda y rígida distancia que ha venido estableciéndose entre lo que se llama educación y lo que se llama cultura. No hubo, hasta hace un par de años, un Ministerio de Educación y otro de Cultura.
Para ahondar más las diferencias, debe anotarse que la Cultura es el campo del prestigio, mientras que la Educación apenas ocupa páginas de verdadera relevancia en los periódicos.
Los planes de estudio y las temibles reformas educativas, que tienen la infatigable virtud de empeorar todo desastre, por definitivo que éste pareciera, marginan cada vez más no ya a los saberes humanísticos, como piensan algunos inocentes, sino a todos los saberes por igual: pero al mismo tiempo que el poder político perpetra lo que alguna vez he llamado la exaltación de la ignorancia, se inviste de cualquier manera y a cualquier precio de los oropeles más lujosos de la cultura.
Para poder fusionar ambos conceptos sería necesario crear un visita de estudiantes a un lugar lleno de cultura en sus diferentes tonalidades, pero que ocurre cuando en apariencia es una oportunidad de encuentro entre esos dos ámbitos ajenos entre sí pero los alumnos no están adiestrados de la manera correcta para entender la cultura. Si desde los primeros años de la escuela no se han desarrollado en ellos sus habilidades casi innatas para el dibujo y la valoración del color; si en los planes de estudio apenas han tenido ocasión de saber cuál es el pasado real del país donde viven, basta con haber estado en una exposición, con haber participado siquiera como figurantes en el espectáculo de la cultura, para creerse parte de ella y no querer saber más.
Lo mismo ocurre cuando asiste un grupo de alumnos de Bachillerato a un concierto cultural, generalmente inducidos por un profesor voluntarioso y heroico que los acompaña fuera de su horario de trabajo sin recibir compensación alguna. Empieza el concierto y al cabo de unos minutos los chicos se impacientan, tosen, se aburren, aplauden a destiempo, provocan miradas de disgusto de los acomodadores y de los entendidos. Es inútil llevarlos a esos sitios, dirán, porque no entienden de música, porque ni les interesa ni tienen curiosidad. Y con una estupidez muchas veces aliada al cinismo, al repudio le sucede el lamento: la gente no tiene oído, la televisión y los deportes los han embrutecido, se organizan exposiciones que permanecen desiertas y conciertos a los que no acude casi nadie, se publican libros y casi no se venden ni se leen más que los éxitos más zafios, nuestros índices de lectura son, y aquí viene la repulsiva y extendida palabra, tercermundistas. Y aceptado este hecho sin molestarse en indagar las razones, se acentúa sin embargo el carnaval de la alta cultura y se abandona a su suerte a quienes viven extramuros de ella, los que nunca amarán la ópera ni leerán a Joyce ni merecerán comprender la pintura moderna.
Los escritores se lamentan de la falta de lectores, los concejales de cultura comprueban con resignación que sus salas de conferencias tienden a permanecer vacías, a no ser que exhiban en ellas a algún figurón del espectáculo de la cultura, o de la cultura del espectáculo. Pero nadie parece darse cuenta de que la razón principal para que no exista esa asidua multitud que llamamos el público está en el gran foso abierto entre la educación y la cultura, entre el saber y el estar al día, entre el trabajo lento, disciplinado, y fértil sólo a largo plazo, y la pirueta instantánea concebida para recibir al día siguiente el halago de un titular y condenada a extinguirse sin dejar ni un rastro de ceniza.
Retomando el tema de la literatura no es posible reflexionar sobre ella si no se establece las condiciones precisas en las que se produce y las relaciones entre el acto de escribir y el acto de leer, entre la solitaria invención de un libro y la reinvención simétrica que a su vez lleva a cabo el lector, ese personaje desconocido, imprevisible y con mucha frecuencia inexistente. Si la literatura, como tiende a creerse ahora, es un adorno, un fetiche de prestigio para pavonearse ante los ojos embobados de la tribu, si es una materia fósil y apartada de la vida que sólo puede interesar a los eruditos universitarios, entonces tienen razón quienes la desdeñan y quienes la eliminan poco a poco de los planes de estudio, y también tiene razón esa mayoría abrumadora del público que jamás se interesa ni se interesará por ella.
Si la literatura es superflua, es decir, si no es útil para vivir y no alude a honduras fundamentales de la experiencia humana, lo mismo los escritores que los profesores, tienen razón al sentirse impostores, y si en rachas de desaliento piensan que carece de sentido dedicarse a un oficio que no le importa a nadie más que a ellos.
A nadie le interesa aprender cosas inútiles. Desde que nacemos nuestros aprendizajes están ligados a nuestro instinto de supervivencia y a nuestra necesidad de comprender el mundo y hacernos una idea razonable de nuestra posición en él. Queremos saber lo que nos resulta necesario, y buscamos fuera de nosotros lo que existe como un esbozo o una intuición dentro de nosotros mismos. Por eso sólo amaremos los libros si nos damos cuenta de que nos son útiles y de que pertenecen al reino de nuestra propia vida. Leer no es hacer méritos para aprobar un examen ni para demostrar que se está al día. Un libro no se debería adquirir por las mismas razones por las que se compra el temario de una oposición o una camisa de moda. Un libro verdadero -porque también hay libros impostores- es algo tan material y necesario como una barra de pan o un vaso de agua. Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la literatura es un atributo de la vida y un instrumento de la inteligencia, de la razón y de la felicidad. Pero no hay que culpar a la mayor parte de los posibles lectores de que no lo sepan. Tampoco parecen saberlo muchos escritores, o si lo saben guardan el secreto.
La literatura, su médula, es una consecuencia del instinto de la imaginación, que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele ir atrofiándose, como todo órgano que se deja de usar.
Del mismo modo, en esa edad de oro de nuestra primera infancia, placer y aprendizaje, juego y verdad, imaginación y descubrimiento, eran sinónimos. Como para los pueblos primitivos, nuestra forma de conocimiento era la mitología. El papel que ésta ocupa en la memoria y en la vida cotidiana de una tribu amazónica lo ocupaban los cuentos en nuestra infancia. A medida que crecemos y que se nos empieza a adiestrar para el trabajo, para la mansedumbre y la desdicha, el hábito de la imaginación se vuelve incómodo o peligroso, y desde luego inútil, y sin darnos cuenta lo vamos perdiendo, no porque éste sea un proceso tan natural como el del cambio de voz, sino porque hay una determinada presión social para que nos convirtamos no en individuos sanos, felices y autónomos, sino en súbditos dóciles, en empleados productivos, en lo que antes se llamaba hombres de provecho. Se rompe entonces lo que al principio estuvo unido, se trazan fronteras rigurosas que seguramente ya no sabremos romper, y el juego, la fábula, la imaginación, quedan despojados de su soberanía y convertidos en proscritos, o lo que es peor, en bufones, como esos jefes indios que después de la rendición de sus tribus lanzaban sus gritos de guerra y se pintaban la cara no para cabalgar con libertad y orgullo por praderas sin límite, sino para actuar de comparsas en el circo de Buffalo Bill.
Pero la imaginación es muy fuerte y tarda en ser vencida. El período de nuestras vidas en que se libra la batalla más difícil,  que resulta también ser la definitiva, transcurre al final de la infancia y en la adolescencia, y no es casual que sea en ese tiempo cuando nos aficionamos a la literatura y a la rebeldía y cuando se decide inapelablemente nuestro porvenir.
Es entonces cuando los libros, si nos hemos educado para acercarnos a ellos, nos importan más, porque intuimos que ocupan un lugar estratégico en la disputa, con frecuencia desconcertada y amarga, entre la realidad y el deseo, que por desgracia ya no son evidencias idénticas. Estoy convencido de que el escritor lo es en la medida en que al crecer ha seguido guardando dentro de sí el fuego sagrado de la imaginación, el impulso antiguo y nunca desfallecido por interpretar el mundo no sólo o no exclusivamente mediante el análisis, sino mediante la narración y la fábula, y de suspender de vez en cuando las leyes inflexibles de la evidencia para mirar al otro lado y descubrir lo que las apariencias aceptadas ocultan.
Pero hay veces en que la literatura, fingiendo ser leal a la imaginación y a sus severas responsabilidades -pues no hay responsabilidad mayor que la de conocer el mundo y averiguar qué lugar ocupa en él nuestra propia vida, y qué es el valor de nuestros actos- en realidad se ha convertido en criada, y emplea la ficción no para expresar una verdad que sólo a través de ella puede decirse, sino para mentir. Entonces la literatura establece un juego que es profundamente tramposo, porque para lo que sirve es para enajenarnos de la verdadera vida, para no dejarnos distinguir entre los fantasmas y los seres reales, entre las voces y los ecos. Los juegos y los cuentos nos enseñaban a vivir, igual que los mejores libros. Esa literatura farisea contra la que yo quisiera estar siempre en guardia a lo único que nos enseña es a permanecer encerrados, a desconfiar de la vida, incluso a desdeñarla. La literatura que importa, donde su lectura nos contagia el vigor tan necesario de la lucidez y el vitalismo. La literatura de simulacros es como un narcótico que nos induce a la pasividad de los fumadores de opio.
La mejor tarea que tenemos nosotros para los niños y jóvenes que están a nuestro alrededor es introducirlos en el reino de los libros enseñando que no son monumentos intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los seres humanos, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo o fortaleza en la desgracia. Decían Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descubrimos que están contándonos nuestros propios sentimientos, pensando ideas que nosotros mismos estábamos a punto de pensar. Un escritor ni es alguien aislado de los otros y singularizado por el genio o el talento. El escritor, más bien, sería el que más se parece a cualquiera, porque es aquél que sabe introducirse en la vida de cualquier hombre y contarla como si la viviera tan intensamente como vive su vida misma.
La literatura, es entonces un tesoro infinito de sensaciones, de experiencias y de vidas que están a nuestra disposición. Gracias a los libros nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos vivir a la vez en nuestra propia habitación y en las playas de Troya, en la calles de Nueva York y en las llanuras heladas del Polo Norte, y podemos conocer a amigos tan fieles y tan íntimos como los que no siempre tenemos a nuestro lado, pero que vivieron hace cincuenta años o cinco siglos. La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada y de nuestra experiencia. Es una ventana y también es un espejo, algunos la consideran un lujo. En todo caso, es un lujo de primera necesidad.
Aprender a escribir libros es una tarea muy larga, un placer extraordinariamente laborioso que no se le regala a nadie. Lo que se llama la inspiración, la fluidez de la escritura, la sensación de que uno no arranca las palabras del papel, sino que ellas van por delante señalando el camino, sólo llega, si llega, después de mucho tiempo de dedicación disciplinada y entusiasta. Esos genios de la novela que andan a todas horas por los bares son genios de la botella más que de la literatura.
Y aprender a leer los libros y a gozarlos también es una tarea que requiere un esfuerzo largo y gradual, lleno de entrega y de paciencia, y también de humildad. Pero ya decía Lezama Lima que sólo lo difícil es estimulante. la literatura no está sólo en los libros, y menos aún en los grandilocuentes actos culturales, en las conversaciones chismosas de los literatos o en los suplementos literarios de los periódicos. Donde está y donde importa la literatura es en esa habitación cerrada donde alguien escribe a solas a altas horas de la noche, o en el dormitorio donde un padre le cuenta un cuento a su hijo, que tal vez dentro de unos años se desvelará leyendo un tebeo, y luego una novela. Uno de los lugares donde más intensamente sucede la literatura es un aula donde un profesor sin más ayuda que su entusiasmo y su coraje le transmite a uno solo de sus alumnos el amor por los libros, el gusto por la razón en vez de por la brutalidad, la conciencia de que el mundo es más grande y más valioso de todo lo que puede sugerirle la imaginación. La enseñanza de la literatura sirve para algo más que para descubrirnos lo que otros han escrito y es admirable: también para que nosotros mismos aprendamos a expresarnos mediante ese signo supremo de nuestra condición humana, la palabra inteligible, la palabra que significa y nombra y explica, no la que niega y oscurece, no la que siembra la mentira, la oscuridad y el odio.
 

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