La imaginación
con tan solo escuchar esa palabra nos transportamos unos años atrás de
nuestras vidas, a esa época donde la niñez regia nuestras vidas y es que es
ese momento donde la imaginación está en su máximo esplendor, donde viajar
entre mundos sin movernos de nuestro hogar suele ser la rutina más
extraordinaria pero no podemos abordar el tema de la imaginación sin saber
hasta donde llega que es lo que cambia en las vidas lo que a veces llega a
construir, pues la imaginación da un paso importante a la literatura.
Esta es una
consecuencia del instinto de la imaginación, que opera con plenitud en la
infancia y que poco a poco suele ir atrofiándose, como todo órgano que se
deja de usar. De mayores nuestra imaginación se mueve con tanta torpeza
como nuestra mano izquierda, y ya no sabemos recordar que hubo un tiempo en
que el juego y la fábula eran en nosotros no una manera desmañada de huir
de la realidad cuando tenemos tiempo o ganas o cuando nos dejan, sino la
forma soberana del conocimiento. Mediante el juego aprendíamos las normas y
las leyes del mundo, igual que los griegos del tiempo de Hesíodo se
familiarizaban con ellas mediante la poesía. Nuestra imaginación se
apoderaba de las cosas, transmutando su realidad sostenible en una
apariencia maleable que obedecía a nuestros deseos. Lo que para los mayores
era siempre un desván o un jardín también era desván y jardín para
nosotros, pero teníamos la potestad de convertirlos en gruta y en selva.
Nuestro padre, que según luego descubrimos con cierta decepción es un
hombre común, entonces era un héroe o un gigante bondadoso o temible. El
tiempo, ahora tan fugitivo, tan cuadriculado en horas y minutos, era tan
vasto entonces como el tamaño que tienen en el recuerdo las habitaciones
del pasado.
No podemos
avanzar mucho en la reflexión sobre el lugar de la literatura y de la
palabra escrita en la enseñanza si no se revisa la absurda y rígida
distancia que ha venido estableciéndose entre lo que se llama educación y
lo que se llama cultura. No hubo, hasta hace un par de años, un Ministerio
de Educación y otro de Cultura.
Para ahondar
más las diferencias, debe anotarse que la Cultura es el campo del
prestigio, mientras que la Educación apenas ocupa páginas de verdadera
relevancia en los periódicos.
Los planes de
estudio y las temibles reformas educativas, que tienen la infatigable
virtud de empeorar todo desastre, por definitivo que éste pareciera,
marginan cada vez más no ya a los saberes humanísticos, como piensan
algunos inocentes, sino a todos los saberes por igual: pero al mismo tiempo
que el poder político perpetra lo que alguna vez he llamado la exaltación
de la ignorancia, se inviste de cualquier manera y a cualquier precio de
los oropeles más lujosos de la cultura.
Para poder
fusionar ambos conceptos sería necesario crear un visita de estudiantes a
un lugar lleno de cultura en sus diferentes tonalidades, pero que ocurre
cuando en apariencia es una oportunidad de encuentro entre esos dos ámbitos
ajenos entre sí pero los alumnos no están adiestrados de la manera correcta
para entender la cultura. Si desde los primeros años de la escuela no se
han desarrollado en ellos sus habilidades casi innatas para el dibujo y la
valoración del color; si en los planes de estudio apenas han tenido ocasión
de saber cuál es el pasado real del país donde viven, basta con haber
estado en una exposición, con haber participado siquiera como figurantes en
el espectáculo de la cultura, para creerse parte de ella y no querer saber
más.
Lo mismo ocurre
cuando asiste un grupo de alumnos de Bachillerato a un concierto cultural,
generalmente inducidos por un profesor voluntarioso y heroico que los
acompaña fuera de su horario de trabajo sin recibir compensación alguna.
Empieza el concierto y al cabo de unos minutos los chicos se impacientan,
tosen, se aburren, aplauden a destiempo, provocan miradas de disgusto de
los acomodadores y de los entendidos. Es inútil llevarlos a esos sitios,
dirán, porque no entienden de música, porque ni les interesa ni tienen
curiosidad. Y con una estupidez muchas veces aliada al cinismo, al repudio
le sucede el lamento: la gente no tiene oído, la televisión y los deportes
los han embrutecido, se organizan exposiciones que permanecen desiertas y
conciertos a los que no acude casi nadie, se publican libros y casi no se
venden ni se leen más que los éxitos más zafios, nuestros índices de
lectura son, y aquí viene la repulsiva y extendida palabra,
tercermundistas. Y aceptado este hecho sin molestarse en indagar las razones,
se acentúa sin embargo el carnaval de la alta cultura y se abandona a su
suerte a quienes viven extramuros de ella, los que nunca amarán la ópera ni
leerán a Joyce ni merecerán comprender la pintura moderna.
Los escritores
se lamentan de la falta de lectores, los concejales de cultura comprueban
con resignación que sus salas de conferencias tienden a permanecer vacías,
a no ser que exhiban en ellas a algún figurón del espectáculo de la
cultura, o de la cultura del espectáculo. Pero nadie parece darse cuenta de
que la razón principal para que no exista esa asidua multitud que llamamos
el público está en el gran foso abierto entre la educación y la cultura,
entre el saber y el estar al día, entre el trabajo lento, disciplinado, y
fértil sólo a largo plazo, y la pirueta instantánea concebida para recibir
al día siguiente el halago de un titular y condenada a extinguirse sin
dejar ni un rastro de ceniza.
Retomando el
tema de la literatura no es posible reflexionar sobre ella si no se
establece las condiciones precisas en las que se produce y las relaciones
entre el acto de escribir y el acto de leer, entre la solitaria invención
de un libro y la reinvención simétrica que a su vez lleva a cabo el lector,
ese personaje desconocido, imprevisible y con mucha frecuencia inexistente.
Si la literatura, como tiende a creerse ahora, es un adorno, un fetiche de
prestigio para pavonearse ante los ojos embobados de la tribu, si es una
materia fósil y apartada de la vida que sólo puede interesar a los eruditos
universitarios, entonces tienen razón quienes la desdeñan y quienes la
eliminan poco a poco de los planes de estudio, y también tiene razón esa
mayoría abrumadora del público que jamás se interesa ni se interesará por
ella.
Si la
literatura es superflua, es decir, si no es útil para vivir y no alude a
honduras fundamentales de la experiencia humana, lo mismo los escritores
que los profesores, tienen razón al sentirse impostores, y si en rachas de
desaliento piensan que carece de sentido dedicarse a un oficio que no le
importa a nadie más que a ellos.
A nadie le
interesa aprender cosas inútiles. Desde que nacemos nuestros aprendizajes
están ligados a nuestro instinto de supervivencia y a nuestra necesidad de
comprender el mundo y hacernos una idea razonable de nuestra posición en
él. Queremos saber lo que nos resulta necesario, y buscamos fuera de
nosotros lo que existe como un esbozo o una intuición dentro de nosotros
mismos. Por eso sólo amaremos los libros si nos damos cuenta de que nos son
útiles y de que pertenecen al reino de nuestra propia vida. Leer no es
hacer méritos para aprobar un examen ni para demostrar que se está al día.
Un libro no se debería adquirir por las mismas razones por las que se
compra el temario de una oposición o una camisa de moda. Un libro verdadero
-porque también hay libros impostores- es algo tan material y necesario
como una barra de pan o un vaso de agua. Como el agua y el pan, como la
amistad y el amor, la literatura es un atributo de la vida y un instrumento
de la inteligencia, de la razón y de la felicidad. Pero no hay que culpar a
la mayor parte de los posibles lectores de que no lo sepan. Tampoco parecen
saberlo muchos escritores, o si lo saben guardan el secreto.
La literatura,
su médula, es una consecuencia del instinto de la imaginación, que opera
con plenitud en la infancia y que poco a poco suele ir atrofiándose, como
todo órgano que se deja de usar.
Del mismo modo,
en esa edad de oro de nuestra primera infancia, placer y aprendizaje, juego
y verdad, imaginación y descubrimiento, eran sinónimos. Como para los
pueblos primitivos, nuestra forma de conocimiento era la mitología. El
papel que ésta ocupa en la memoria y en la vida cotidiana de una tribu
amazónica lo ocupaban los cuentos en nuestra infancia. A medida que
crecemos y que se nos empieza a adiestrar para el trabajo, para la
mansedumbre y la desdicha, el hábito de la imaginación se vuelve incómodo o
peligroso, y desde luego inútil, y sin darnos cuenta lo vamos perdiendo, no
porque éste sea un proceso tan natural como el del cambio de voz, sino
porque hay una determinada presión social para que nos convirtamos no en
individuos sanos, felices y autónomos, sino en súbditos dóciles, en
empleados productivos, en lo que antes se llamaba hombres de provecho. Se
rompe entonces lo que al principio estuvo unido, se trazan fronteras
rigurosas que seguramente ya no sabremos romper, y el juego, la fábula, la
imaginación, quedan despojados de su soberanía y convertidos en proscritos,
o lo que es peor, en bufones, como esos jefes indios que después de la
rendición de sus tribus lanzaban sus gritos de guerra y se pintaban la cara
no para cabalgar con libertad y orgullo por praderas sin límite, sino para
actuar de comparsas en el circo de Buffalo Bill.
Pero la
imaginación es muy fuerte y tarda en ser vencida. El período de nuestras
vidas en que se libra la batalla más difícil, que resulta también ser
la definitiva, transcurre al final de la infancia y en la adolescencia, y
no es casual que sea en ese tiempo cuando nos aficionamos a la literatura y
a la rebeldía y cuando se decide inapelablemente nuestro porvenir.
Es entonces
cuando los libros, si nos hemos educado para acercarnos a ellos, nos
importan más, porque intuimos que ocupan un lugar estratégico en la
disputa, con frecuencia desconcertada y amarga, entre la realidad y el
deseo, que por desgracia ya no son evidencias idénticas. Estoy convencido
de que el escritor lo es en la medida en que al crecer ha seguido guardando
dentro de sí el fuego sagrado de la imaginación, el impulso antiguo y nunca
desfallecido por interpretar el mundo no sólo o no exclusivamente mediante
el análisis, sino mediante la narración y la fábula, y de suspender de vez
en cuando las leyes inflexibles de la evidencia para mirar al otro lado y
descubrir lo que las apariencias aceptadas ocultan.
Pero hay veces
en que la literatura, fingiendo ser leal a la imaginación y a sus severas
responsabilidades -pues no hay responsabilidad mayor que la de conocer el
mundo y averiguar qué lugar ocupa en él nuestra propia vida, y qué es el
valor de nuestros actos- en realidad se ha convertido en criada, y emplea
la ficción no para expresar una verdad que sólo a través de ella puede
decirse, sino para mentir. Entonces la literatura establece un juego que es
profundamente tramposo, porque para lo que sirve es para enajenarnos de la
verdadera vida, para no dejarnos distinguir entre los fantasmas y los seres
reales, entre las voces y los ecos. Los juegos y los cuentos nos enseñaban
a vivir, igual que los mejores libros. Esa literatura farisea contra la que
yo quisiera estar siempre en guardia a lo único que nos enseña es a
permanecer encerrados, a desconfiar de la vida, incluso a desdeñarla. La
literatura que importa, donde su lectura nos contagia el vigor tan
necesario de la lucidez y el vitalismo. La literatura de simulacros es como
un narcótico que nos induce a la pasividad de los fumadores de opio.
La mejor tarea
que tenemos nosotros para los niños y jóvenes que están a nuestro alrededor
es introducirlos en el reino de los libros enseñando que no son monumentos
intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los
seres humanos, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden
darnos aliento en la adversidad y entusiasmo o fortaleza en la desgracia.
Decían Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al
leerlos descubrimos que están contándonos nuestros propios sentimientos,
pensando ideas que nosotros mismos estábamos a punto de pensar. Un escritor
ni es alguien aislado de los otros y singularizado por el genio o el
talento. El escritor, más bien, sería el que más se parece a cualquiera,
porque es aquél que sabe introducirse en la vida de cualquier hombre y
contarla como si la viviera tan intensamente como vive su vida misma.
La literatura, es entonces un
tesoro infinito de sensaciones, de experiencias y de vidas que están
a nuestra disposición. Gracias a los libros nuestro espíritu puede romper
los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos vivir a la vez
en nuestra propia habitación y en las playas de Troya, en la calles de
Nueva York y en las llanuras heladas del Polo Norte, y podemos conocer a
amigos tan fieles y tan íntimos como los que no siempre tenemos a nuestro
lado, pero que vivieron hace cincuenta años o cinco siglos. La literatura
nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de
nuestra mirada y de nuestra experiencia. Es una ventana y también es un
espejo, algunos la consideran un lujo. En
todo caso, es un lujo de primera necesidad.
Aprender a escribir libros es una
tarea muy larga, un placer extraordinariamente laborioso que no se le
regala a nadie. Lo que se llama la inspiración, la fluidez de la escritura,
la sensación de que uno no arranca las palabras del papel, sino que ellas
van por delante señalando el camino, sólo llega, si llega, después de mucho
tiempo de dedicación disciplinada y entusiasta. Esos genios de la novela
que andan a todas horas por los bares son genios de la botella más que de
la literatura.
Y aprender a
leer los libros y a gozarlos también es una tarea que requiere un esfuerzo
largo y gradual, lleno de entrega y de paciencia, y también de humildad.
Pero ya decía Lezama Lima que sólo lo difícil es estimulante. la literatura
no está sólo en los libros, y menos aún en los grandilocuentes actos
culturales, en las conversaciones chismosas de los literatos o en los
suplementos literarios de los periódicos. Donde está y donde importa la
literatura es en esa habitación cerrada donde alguien escribe a solas a
altas horas de la noche, o en el dormitorio donde un padre le cuenta un
cuento a su hijo, que tal vez dentro de unos años se desvelará leyendo un
tebeo, y luego una novela. Uno de los lugares donde más intensamente sucede
la literatura es un aula donde un profesor sin más ayuda que su entusiasmo
y su coraje le transmite a uno solo de sus alumnos el amor por los libros,
el gusto por la razón en vez de por la brutalidad, la conciencia de que el
mundo es más grande y más valioso de todo lo que puede sugerirle la
imaginación. La enseñanza de la literatura sirve para algo más que para
descubrirnos lo que otros han escrito y es admirable: también para que
nosotros mismos aprendamos a expresarnos mediante ese signo supremo de
nuestra condición humana, la palabra inteligible, la palabra que significa
y nombra y explica, no la que niega y oscurece, no la que siembra la
mentira, la oscuridad y el odio.
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